Primera estación: Jesús, condenado a muerte.
Una condena más. Hay tantas cada día, que, total, una más no iba a ser nada llamativo ni especial. Al condenar a Jesús, toman el camino más fácil. Lo hacen para librarse de él; lo hacen por miedo y por cobardía; lo hacen porque molesta, porque cuestiona sus formas, porque les dice que ellos no representan a Dios. ¡Los poderosos y el débil! Pero. ¿quién tiene realmente el poder: ellos o Jesús? Una vez más, las cosas no son como parecen.
¿Por qué dos mil años después unos hombres condenan a otros hombres? ¿Por qué hemos de asistir aún a la condena de cada uno de los hijos de Dios? Y también ahora: ¿Quién es más fuerte: el verdugo o la víctima? ¡Basta de condenas! ¡Basta de muertes! ¡Basta!
Segunda estación: Jesús, cargado con la cruz, sube al Calvario
Es una forma de debilitar al reo. Además, es una manera de explotarlo, pues evita a los ejecutores tener que hacerse cargo del transporte. Pero qué más da. Total, va a morir… Por otra parte, hundido bajo el peso del madero, es menos probable que pueda escapar en la subida al Calvario.
¡La cruz! ¡La eterna cruz que unos cargan sobre los hombros de los otros! Los potentados sobre los pobres, los fuertes sobre los débiles, los que tienen el poder sobre los que obedecen. Las cruces que aplastan a los hijos de Dios. Las que los hunden bajo su peso; las que los tienen bien sujetos y a las que raras veces pueden escapar. El abuso y la tiranía cargan a muchos con las cruces de hoy.¡Basta de cruces! ¡Todo hombre debe ser libre porque así lo hizo Dios!
Tercera estación: Cae Jesús por primera vez
Es normal caer. No por ser Dios tenía Jesús la fuerza de un superhombre. Era débil; no había sido deportista ni atlético. Su complexión no permitía grandes esfuerzos físicos. Y cae bajo el peso de la cruz. A veces es más el peso que nos toca llevar que aquel que realmente podemos llevar.
¡Esas cruces que unos hombres cargan sobre otros y que les postran en tierra! Porque todavía hoy hay personas que se complacen en ver arrastradas, postradas, arrodilladas a otras personas. ¡Cómo sigue Dios sufriendo en los que son aplastados, en los que son humillados..! Nadie tiene derecho a hacer postrarse a otro, porque nadie es más que otro. Dios nos ha hecho iguales a todos. Las diferencias y categorías las hemos puesto nosotros; no son de Dios.
Cuarta estación: En la subida, se encuentran Jesús y su madre
Hay cosas que una madre no debería ver jamás. Camino del Gólgota, rodeado de soldados, recibiendo golpes y azotes, aguantando gritos y burlas, con la cruz a cuestas… y sale a su encuentro María. Asustada, confundida, se agarra al rostro de su hijo y sus lágrimas se funden con el sudor y la sangre de su cara, mientras se pegunta qué mal ha hecho su hijo. ¿No le había dicho el ángel en su concepción que era el Hijo de Dios? ¿Entonces, cómo puede estar sucediendo esto? Y Jesús siente alivio, pero, al mismo tiempo, siente vergüenza de que lo vea así.
¡Las madres, que alivian las cargas de los hijos pero que sufren también sus miserias! ¡Las madres, que ven cómo maltratan, cómo explotan, cómo asesinan a sus hijos! ¡Basta ya de hacer sufrir a los niños, de hacer sufrir a las madres de todas las personas humilladas!
Quinta estación: Simon, de Cirene, ayuda a llevar la cruz a Jesús
Jesús no puede él solo con el peso y obligan al cireneo a cargarla con él. Aún tuvo algo de suerte Jesús. Pero suerte, la de Simón. No sólo alivió el sufrimiento a alguien, sino que se lo alivió a Jesús. Y más todavía: sintiendo el peso de la cruz, pudo sentir también que el propio Jesús lo llevaba con él. ¿Quién es el ayudado entonces? Cuando se lleva una cruz pesada que no es la propia, uno puede pensar que está haciendo algo que merece la pena; pero cuando sientes que el propio Jesús la lleva contigo, sólo puedes estar agradecido.
Las cruces que ponemos los hombres, unos sobre otros, se pueden y se deben evitar. Hay otras cruces que no son evitables. Esas son las que necesitan simones cireneos. Y lo hermoso de ayudar y ser ayudado. Es la solidaridad, es el amor, es la fraternidad cristiana. Pero esa tendencia a dejar a cada uno solo con su problema…
Sexta estación: Verónica limpia el rostro de Jesús
¡Qué sensibilidad la del pueblo cristiano! Cuentan que una mujer desde el gentío, de forma espontánea, irrumpió en el camino de Jesús con la cruz y le alivió el sudor empapándolo en un lienzo. Y cuentan también que entonces el rostro de Jesús quedó plasmado en aquella tela. A esa mujer se le ha llamado Verónica, porque su nombre indica: “el vero icono”, la que recibió la verdadera imagen de Jesús.
Somos iconos del Señor para otros cuando salimos en su ayuda, cuando nos implicamos en sus dificultades, cuando les aliviamos de sus pesos y de sus cargas. Entonces Jesús deja su huella en nosotros para que el otro pueda ver su rostro en el nuestro, en nuestras manos, en nuestros labios… Otra estampa de solidaridad en el camino de la cruz.
Séptima estación: Por segunda vez, Jesús cae en tierra con la cruz
Una nueva caída al suelo polvoriento. Desearía haber llegado ya al lugar del patíbulo y terminar con eso cuanto antes. Pero no es así. El camino de la cruz es extremadamente duro y pesado. Ya casi no hay fuerzas. Sólo la inercia y la inconsciencia empujan a Jesús a dar, a duras penas, los pasos que faltan hacia delante. Aun así, el suelo ofrece un breve instante de tregua. Lo peor será volverse a levantar. Pero habrá que hacerlo. Habrá que levantarse y completar la entrega, pues aún no está consumada completamente.
Y muchos hombres se siguen gozando de ver a sus semejantes arrastrándose por el polvo, exhaustos y derrotados. Y se burlan y ríen. Y brindan con champán mientras los otros entierran a sus muertos, insensibles al dolor que han provocado. ¡Basta de violencia contra el hombre! ¡Es la imagen de Dios! ¡Jesús sufre y muere en él!
Octava estación: Jesús y las mujeres que lloran en Jerusalén
¡Las mujeres de Jerusalén! ¡Menudo corte de mangas el que les da Jesús cuando les dice que más que llorar por él deben llorar por sus hijos! ¡Y ellas que creían que estaban obrando piadosamente al compadecer a Jesús! Pero, claro, lo que está pasando con Jesús es de preocupar. Si a él, que es el sumo bien, son capaces de tratarlo así, es que la maldad de ellos es grande, y su capacidad de obrar mal, ilimitada. Además, no pueden servir a Dios cuando lo tienen a su lado y lo tratan así.
Cuando hablamos de la pasión del Señor no debemos mirar para otro lado. No sirve mirar a Cristo, conmovernos de su dolor y dejar atrás el dolor de nuestros hermanos. Toda injusticia, toda muerte violenta, toda agresión a un ser humano es pasión de Cristo; lo es porque Cristo sufre y se duele en ellos. Compadecernos del sufrimiento de Jesús será, necesariamente, compadecernos del dolor de cada ser humano que sufre.
Novena estación: Tercera caída de Jesús hacia el Calvario
La tercera caída. Ésta sí que será la definitiva. Cuando vuelva al suelo Jesús, ya no se levantará él solo: otros lo elevarán cosido al madero. Parecía que no se podía llegar más bajo. Que su humillación no podría dar otra vuelta de tuerca. Y, sin embargo, ahí está, por tercera vez, escachado bajo la cruz. Es difícil soportar tanto si no es por un motivo muy alto. Pero, sobre todo, no se podría soportar si no se hace por amor.
Más de medio siglo hace que se aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Cada vez un mayor número de países se suman a su reconocimiento. Pero algunos países no lo toman en serio: los firman con una mano y los violan con la otra. Ellos deberían ser la garantía de la dignidad de todo ser humano. Y, sin embargo, unos hombres siguen humillando a otros, unos países a otros países, unos quieren dominar y eligen a otros para ser dominados… Jesús sigue cayendo hoy bajo el peso de la cruz.
Décima estación: En el Gólgota, Jesús es despojado de sus vestiduras
No tenía nada material, pero hasta su ropa le quitan. Le habían expulsado ya del pueblo al que pertenecía. Lo sacan, incluso de la ciudad. El despojo es total. Sólo él sabe por qué no se defiende, por qué no escapa. Es una opción de fidelidad, es consecuencia de su compromiso con la humanidad, es porque lleva a sus últimas consecuencias el respeto de Dios por la libertad del hombre.
¡Cuántas personas aparecen despojadas, como él, de sus derechos más elementales! De alimento, de vivienda, de agua potable, de atención médica, de medicamentos, de educación… Unas personas privan a otras de su dignidad. De un trato humano en las prisiones y en las zonas de guerra, de un juicio justo, de una tierra a la que los indígenas tienen derecho porque es suya, de unos recursos naturales al servicio de todos y no de unos pocos, de una infancia para jugar y no para trabajar… Como Jesús: despojados.
Undécima estación: En el Gólgota clavan a Jesús en la cruz
¡Clavado en la cruz! Las fuerzas del mal, aun con apariencia de lo contrario, han conseguido clavar las manos de Jesús y que no puedan seguir haciendo el bien. Han conseguido clavar los pies de Jesús y que no puedan seguir andando por los caminos llevando la presencia de Dios. Clavan lo que pueden clavar, pero no pueden anular su corazón, sus sentimientos de misericordia ni sus pensamientos que se dirigen al Padre sabiendo que está llegando hasta Él. El amor de Jesús aparece intacto incluso en ese terrible momento.
Coser las manos del que hace el bien; callar la boca de los profetas; anular y recluir al que no da la razón a los poderosos es una práctica habitual de entonces y de ahora. Por eso la humanidad se aboca al desastre si no se abre a la verdad de Dios, a la verdad del amor, porque sólo el amor podrá slavarla.
Duodécima estación: Jesús consuma la entrega de su vida y muere en la cruz
Su sacrificio se ha consumado. Ha sido fiel hasta el final. La tentación no había estado ausente de él, pero Jesús ha sido fiel hasta la muerte a lo que él quiso ser en el mundo: el siervo de Dios. No se ha aprovechado de su condición. No ha ejercido el poder ni ha dominado o sometido a otros. Ha luchado contra las fuerzas del mal, de la enfermedad, de la muerte, y ha pasado por el mundo haciendo el bien. Encarnó a toda la humanidad; ahora, con su muerte, devuelve al Padre una nueva humanidad, una humanidad fiel, servidora de Dios. Jesús ha muerto sin odio alguno; ha muerto lleno de amor.
¿Por qué la muerte de los que hacen el bien? Porque nuestra maldad no puede soportarlo. En seguida nos vemos amenazados y se antepone nuestro orgullo, nuestra autoafirmación sobre los otros. Luego están los que se comprometen pero acaban abandonando. Fidelidad, amor, constancia… Es el ejemplo que Jesús nos da en su muerte.
Decimotercera estación: El cuerpo muerto de Jesús, en brazos de la madre
Un cadáver. Eso es lo que recibe María. El cuerpo muerto del hijo de sus entrañas, víctima del odio, de la envidia, de la injusticia; en suma, víctima de la necedad de los hombres. Se dice que Dios da pan al que no tiene dientes. Desearíamos ver a Dios, poder dialogar con Él, poder tocarle, compartir tiempo nuestro en su compañía… y cuando hemos tenido la ocasión de hacerlo, no sólo no lo hemos creído, sino que nos hemos deshecho de Él.
¡Cuántas madres de hoy reciben el cuerpo muerto de sus hijos! Una noche de copas, un ajuste de cuentas, una operación de guerra, un atentado terrorista… siembran de cadáveres esta tierra, este planeta que Dios nos dio para que pudiéramos vivir en armonía y ser felices. Es el pecado; es que hemos dado la espalda a Dios y, alejándonos de Él, nos alejamos también de la vida. Es la cultura de la muerte.
Decimocuarta estación: El cuerpo muerto de Jesús descansa en el sepulcro
Realmente ha sido uno más. Pasó por uno de tantos y actuó como un hombre cualquiera. Se rebajó hasta someterse, incluso a la muerte, y una muerte de cruz. No sólo no tuvo el privilegio de evitar la muerte, sino que sufrió la muerte más humillante. Y su cuerpo, envuelto en vendas y embalsamado según la costumbre del lugar, fue a dar en el sepulcro. Pero ése no iba a ser lugar para Jesús; o, mejor dicho, lo sería sólo provisionalmente. Al tercer día, sería glorificado y Dios lo resucitaría para no volver a morir jamás. Y en su resurrección, hemos resucitado todos.
Desde aquello sabemos ahora nosotros que nuestro sepulcro será también una estancia temporal; que nuestra muerte no será definitiva; que, con Jesús, también viviremos su misma vida gloriosa. Pero esta esperanza nos tiene que llevar a que esa vida de luz y de felicidad se adelante ya a este mundo, a esta vida temporal.
Juan Segura