MEDITACION ANTE EL MONUMENTO.

Un análisis atento de los textos del nuevo testamento que se refieren a la eucaristía nos hace ver con claridad meridiana una mayor insistencia en la celebración de la entrega fraterna que en la simple afirmación de la presencia sacramental de Cristo. Evidentemente se habla de presencia de Cristo en el pan y vino. Pero se afirma una presencia que tiene como finalidad esencial la comunión fraterna de los reunidos. Podría decirse que la eucaristía es la institución de la nueva fraternidad. La afirmación de la presencia de Cristo y de la actualidad de su sacrificio está realizada en función de subrayar la profundidad de una unión que tiene como fundamento y base la comunión de todos en el cuerpo y sangre de Cristo. La eucaristía no es la presencia, sin más, de «una cosa», aun sagrada, sino el suceso de una profunda comunión. La tradición apostólica y de los Padres insiste en que la eucaristía no termina en los dones del pan y del vino, sino en la Iglesia. No se pueden separar la comunión con Cristo y la comunión eclesial. El Espíritu Santo no sólo consagra los dones, sino también la asamblea reunida a la que incorpora a Cristo como cuerpo místico suyo. Celebrar la eucaristía es hacer de la propia existencia pan partido y compartido, sangre y vida derramada en los demás.

La eucaristía, es, ante todo, entrega, un darse del todo y para siempre. El pan es «entregado» como comida y es también «entregado» hasta una muerte de amor. Es también «sangre derramada» por todos. Toda la vida de Jesús es un «darse» sin reservas, en la palabra, en la curación de enfermos, en el sacrificio y amor sin límites. Recordemos una vez más la fuerza de comunión fraterna que se desprende de los textos fundamentales.

En 1 Cor 11, 17?34 san Pablo señala que «al reuniros en asamblea hay entre vosotros divisiones… disensiones…». ¿Cómo califica Pablo este hecho? Diciendo: «Eso ya no es comer la cena del Señor». «¿Es que despreciáis a la Iglesia del Señor y avergonzáis a los que no tienen?». «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor». «Quien come y bebe sin discernir el cuerpo (se refiere al cuerpo místico, a los hermanos), come y bebe su propia condenación». «No os reunáis para castigo vuestro». Las expresiones, y sus contextos, son suficientemente expresivos.

Los Hechos de los Apóstoles nos refieren un testimonio verdaderamente impresionante: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones… Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (2,42?45. Cf también 4,32?35).

Es posible que Santiago 2,2?4 se refiera a las asambleas litúrgicas. De cualquier forma tiene una validez grande por reflejar el estilo de la comunidad apostólica: «Supongamos que entra en vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro y un vestido espléndido; y entra también un pobre con un vestido sucio; y que dirigís vuestra mirada al que lleva el vestido espléndido y le decís: ‘Tú, siéntate aquí, en un buen lugar’; y en cambio al pobre le decís: ‘Tú, quédate ahí de pie’, o ‘siéntate en el suelo, a mis pies’. ¿No sería eso hacer distinciones entre vosotros y juzgar con criterios falsos?». Comentando este texto, la llamada Didascalia de los Apóstoles, del siglo III, dice que «si en la asamblea entra un rico el obispo no debe moverse, pues ya lo atenderán los demás miembros de la comunidad, mientras que si entra un pobre y no tiene asiento, que el obispo le ceda el suyo y él se siente en el suelo si es necesario».

Vivir la eucaristía es hacerse siervo de los demás, vivir la vida como servicio a favor de los otros. Toda la vida de Cristo es servicio realizado en el anonadamiento más increíble de sí mismo. La encarnación, la vida pública, el ministerio de anunciar el reino, la curación de los enfermos, su muerte en cruz, son expresiones máximas de servicio. Pero era necesario, en este contexto, que apareciera claro que la eucaristía es entrega de la vida, derramamiento de la vida en los demás. San Juan no habla de la institución de la eucaristía expresamente. Y sin embargo es un evangelio eminentemente eucarístico. En el capítulo seis habla de la fe como requisito para «comer la carne y beber la sangre». Quien come no es la boca, sino la fe. Comemos en la medida en que creemos. Sin fe no hay comunión con Jesucristo.

Y en el capítulo 13 nos habla no de la eucaristía celebrada, sino de la eucaristía vivida: el servicio a los demás. La lectura atenta de la escena del lavatorio de los pies resulta verdaderamente impresionante. El texto comienza con una introducción solemne que pone de relieve el momento crítico y trascendental: «Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre…». Este momento está referido al hecho de lavar los pies como un verdadero esclavo o sirviente. Al hacer la afirmación vértice de que «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo», relaciona este amor con el acto de lavar los pies haciéndose con ello sirviente de sus discípulos. Afirma enfáticamente que «sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía», y con ello quiere rubricar que ponerse una toalla y lavar los pies a sus discípulos es algo que tiene que ver con la encomienda del Padre, con la manifestación del poder de Dios otorgado a Cristo. Se está tratando de un asunto que choca frontalmente con la mentalidad humana: ¡un Dios convertido en servidor humilde de los hombres! Así lo entiende Pedro y lógicamente él se rebela contra la expresión y el hecho: «Señor, ¿lavarme tú a mí los pies?». Jesús sabe que está diciendo algo fundamental para la entrada en el reino de Dios. Por ello replica con energía a Pedro: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Realizado el lavatorio de los pies como cumplimiento testimonial de la eucaristía vivida, Jesús concluye terminantemente: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros».

Difícilmente se puede dar una lección tan contundente y tan clara como la que ofrece Jesús acerca de la eucaristía como servicio sincero en favor de los otros. El servicio real y efectivo es la identidad de la misión de Cristo y la identidad del ministerio. No existe ministerio sin servicio. El servicio es la sustancia del ministerio. Jesús instituye el servicio, no un ministerio definido como dignidad. Identificado éste con el honor, representaría un ataque frontal al significado medular tanto de la eucaristía como del ministerio para la eucaristía. Jesús, al realizar y explicar estas cosas, habla con seria claridad y autoridad. La gravedad del momento, la transcendencia con que rubrica el hecho del lavatorio, están referidas al claro señalamiento de un servicio humilde y real. ¿Qué ha sucedido en la Iglesia para que se haya deformado tanto la verdad de la eucaristía y del ministerio como servicio a los demás? ¿Por qué se han separado tanto sacerdocio y victimación? ¿Por qué la forma celebrativa de los presidentes se realiza con frecuencia en el contexto de un hieratismo solemne que nada tiene que ver con el significado explícito de la eucaristía y del sacerdocio? ¿Por qué tanta separación entre el sacerdote y la comunidad?

Un análisis atento del nuevo testamento nos dice que los responsables del culto, lo mismo que los del gobierno de la Iglesia, no son denominados «sacerdotes», es decir, «hombres sagrados». Estudiosamente se evita designarlos con el «kownín» hebreo o el «hiereis» griego. Hay una intencionalidad expresa de no retornar a la función judía de sacerdocio. El término «sacerdote» comienza a aplicarse en el siglo III. Se les llama «diaconoi» o ministros en el sentido de «servicio». Pablo se designa constantemente «siervo» o «servidor». Pedro exhorta a los ancianos a imitar la imagen del Buen Pastor siendo «modelos de la grey». El nuevo testamento refleja reparo en volver a la noción judía del sacerdocio. Y desde luego, en ningún texto se habla de la autoridad como un doblaje del poder social.

El amor fraterno que Cristo requiere en sus seguidores, y que llena todas las páginas del evangelio, implica una permanente e incondicional actitud oblacional. Es un amor vivido «hasta el extremo». Jesús llega a afirmar que ahora los sacrificios ya no son los sacrificios rituales, sino la misericordia (Mt 9,13; 12,7). El amor entrañable, que se da del todo, no es sino una actitud, es el ser de Dios y, en consecuencia, es también el ser de los hijos de Dios. «Dios es amor». «Todo el que ama ha nacido de Dios». «Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5,44?45). Si es propio del hombre amar a los amigos, lo distintivo de los cristianos es amar a los enemigos.

«Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, rogad por los que os persiguen» (Lc 6,27?28). Leyendo los textos del nuevo testamento salta la idea de que el amor fraterno, para que se exprese en toda su autenticidad, ha de manifestarse en el contexto de las persecuciones más difíciles y aun sangrantes: «Cuando os injurien, alegraos y regocijaos» (Mt 5,11?12). «Alegraos en la medida en que participáis de los sufrimientos de Cristo» (1 Pdr 4,13). El seguidor de Cristo no puede jamás devolver mal por mal: «Yo os digo que no resistáis al mal; antes bien al que te abofetee en la mejilla derecha preséntale también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto…» (Mt 5,38?40). El mandato de Jesús es reproducir y prolongar su mismo amor: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también los unos a los otros» (Jn 13,34). Reproduce también el amor del Padre que «no se reservó ni a su propio Hijo, sino que por amor nuestro lo entregó a la muerte» (Rm 8,32), y el anonadamiento del Hijo: que «siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo… y se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 6?8). El bautismo es ser sumergidos en su muerte (Rm 6,3?4), y la eucaristía es la comunión con «su cuerpo entregado» y «su sangre derramada» (1 Cor 10, 16). Las diferencias y discordias impiden radicalmente que celebremos de verdad la misma cena del Señor (1 Cor 11,20).