EL UNICO MANDAMIENTO DE LOS CRISTIANOS.

(Meditación ante el monumento)

Jesús, al final de su vida, la noche antes de ser matado, dice que nos deja un Mandamiento Nuevo: «Un Mandamiento Nuevo os doy: que os améis los unos a los otros. Así como yo os amo, debéis también amaros los unos a los otros» (Jn 13,34).

No basta que nuestro amor de hermanos se demuestre en unas pequeñas ayudas de unos a otros. Ni en dedicarle un rato de nuestro tiempo a los demás. Ni en dar limosnitas, o buenos consejos. Lo que nosotros llamamos «obras de caridad» está muy lejos de la caridad cristiana. Se trata de un compromiso por los demás que ponga en peligro nuestra comodidad, nuestro dinero, nuestras ocupaciones y toda nuestra existencia. Se trata de dejar nuestra vida en el camino de la hermandad, ya sea poco a poco o de un solo tirón. Nada debe estar por encima del amor a los hermanos.

Antes se hablaba de amor a Dios y amor al prójimo. Eran dos realidades distintas. Ahora Dios se ha hecho hombre. Se ha metido dentro de cada uno de nosotros. Está presente en cada persona humana, especialmente en los mas necesitados. Cualquier cosa que le hagamos a una persona, le hacemos a Cristo. Quien da un vaso de agua fresca a un niño, le da a Cristo. Donde alguien tiene hambre o sed, allá está Cristo esperándonos. En las familias sin casa; en las zonas campesinas allá vive de nuevo Cristo. Nuestros hijos desnudos son Cristo. En las noches de invierno Cristo es el que no puede dormir a causa del frío. Cristo se enferma cada día por falta de atención médica y de remedios. Cristo está encerrado en muchas comisarías y en muchas cárceles.

Si queremos encontrar a Dios, tendremos que buscarle donde está: en los que necesitan de nuestra ayuda. En los malheridos que cayeron en manos de ladrones y quedaron a la orilla del camino. En todos esos ante quienes la gente pasa de largo y no les quiere ver. Cristo vive en los hombres. Pero nosotros muchas veces le buscamos en las nubes. Y sin embargo, sus palabras son muy claras: «Os aseguro que todo lo que hagáis por uno de estos, mis hermanos mas pequeños, a mí me lo hacéis». Y «siempre que dejéis de hacer alguna cosa a estas personas, a mí mismo me dejáis de hacer» (Mt 25, 40.45).

La noche anterior a su muerte, sabiendo lo que iba a pasar, Jesús le había explicado a su gente el significado de su sangre derramada sobre la tierra. Esa noche habían celebrado la cena de la Pascua en recuerdo de la liberación de la esclavitud en tiempo de Moisés.

Al final de la Cena, teniendo muy presente la historia del Pueblo de Dios, «tomó pan en sus manos, lo partió y se lo dio a sus discípulos diciendo: Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros» (Lc 22,19). Después les pasó un vaso de vino y dijo: «Esta es mi sangre. La sangre de la Alianza Nueva y Eterna, que será derramada por vosotros» (Lc 22,20). Al día siguiente entregó su cuerpo a la muerte y su sangre fue derramada por nosotros.

En el Sinaí Moisés había firmado con sangre una Alianza entre Dios y su Pueblo (Ex 24, 4-8). La firma consistió en derramar la sangre de un animal sobre el altar de Dios y sobre el pueblo. Ahora Jesús firma con su propia sangre una nueva amistad, una nueva Alianza entre Dios y los hombres (Heb 9, 11-14). Como en tiempo de Moisés una misma sangre se derrama sobre Dios y los hombres. Pero ahora no es la sangre de un animal. Es la sangre de Cristo. Sangre de Dios y sangre de hombre. Pues Cristo es Dios y es hombre. En él estamos todos representados. Entonces Moisés había explicado largamente en qué consistía el pacto de hermandad que hacía el pueblo con su Dios. Ahora Cristo, el nuevo Moisés, también ha explicado largamente, sobre todo la noche antes de su muerte, el nuevo pacto de hermandad que sus seguidores se comprometen a cumplir. Allí eran los Diez Mandamientos. Aquí es el Mandamiento Nuevo.

Una diferencia esencial hay ahora. Se trata de una Alianza mejor que la de Moisés, basada en mejores promesas. (Heb 8,6). La sangre derramada de aquellos animales consagrados a Dios, no tenía ninguna fuerza en sí para hacer cumplir las leyes de Moisés. Pero la sangre de Cristo puede cambiar nuestro corazón de manera que seamos capaces de organizarnos en un verdadero Pueblo de Hermanos (Heb 8,8-13). Moisés hizo una Alianza de leyes escritas. Cristo hace una Alianza que cambia los corazones (Rom 5,5), que destruye el egoísmo (Rom 11,27), que nos da el espíritu de la hermandad (2Cor 3,6).

Por la sangre de Cristo nos podemos acercar con confianza a Dios. Con corazón tranquilo. Sin ninguna clase de miedo. En tiempo de Moisés Dios hizo un pacto con un solo pueblo elegido: los israelitas. Ahora, en la Nueva Alianza, «Cristo con su sangre ha comprado para Dios a hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5,9). Todos tienen abiertas las puertas del Nuevo Reino de la Hermandad. La muerte y la resurrección de Cristo forman la Nueva Pascua. El Nuevo Exodo. La liberación de las esclavitudes de todos los hombres del mundo. Es de nuevo ‘el Paso de Dios» que nos ha libertado y que nos seguirá libertando siempre.

La Nueva Pascua es el comienzo de la vida del Nuevo Pueblo de Dios. Es el centro de todo.

Al igual que los israelitas, que celebraban la cena pascua¡ como símbolo y renovación del paso de Dios entre ellos, los seguidores de Jesús también deberán celebrar siempre su Cena Pascual: la Santa Misa. Jesús nos mandó hacer así la noche en que iba a ser entregado (Lc 22,19).

Nuestra Cena Pascual representa el reencuentro del pueblo con el Señor. Volvemos a hacer el pacto de amistad entre Dios y nosotros. En virtud de la sangre de Cristo volvemos de nuevo a establecer la vida en común del Pueblo de Dios, rota continuamente por el egoísmo del pecado.

El sacrificio de Cristo se hizo entonces «de una vez para siempre» (Heb 7,27). Una sola vez. Pero por la Misa hacemos presente todo el valor y la fuerza de su muerte. El que se une a la Misa se une personalmente a la Alianza que Dios hizo con su pueblo. Nos asociamos al sacrificio de Cristo. Jesús murió para hacer de nosotros un Nuevo Pueblo de Hermanos. En la Misa se nos comunica la fuerza para construir este Nuevo Pueblo de Hermanos.

La Misa es una comida en común. Los israelitas en su Cena Pascual comían un cordero asado. Ahora el nuevo Cordero Pascual es el mismo Cristo. Si no comemos su carne no podremos tener vida de hermandad entre nosotros (Jn 6,53). «El que come mi carne y bebe mi sangre vive en unión conmigo y yo con él», dice Cristo (Jn 6,56). «El que se alimenta de mi, vivirá por mí» (Jn 6,5 7). Es el alimento de la hermandad. El que no comulga se queda débil y no puede vivir la caridad que nos pide Cristo (1 Cor 11,30).

El sacramento de la Comunión es el sacramento del amor de hermanos. El sacramento de la común-unión con Cristo y común-unión con los hermanos. Cristo está en el pan consagrado; Cristo está también en los hermanos.

Comulgar es unirnos a Cristo para comprometernos a seguir unidos a nuestros hermanos. Es recibir el amor de Cristo para saber amar a los hermanos. La Misa es el símbolo y la fuerza de la hermandad. Es el compromiso con los hermanos hasta lo último. Hasta el cambio de las estructuras opresoras. Hasta llegar a poner todo en común. Hasta dar la vida por los demás.

Sin el deseo de vivir como hermanos no tenemos derecho a participar en una Misa.

En nuestro tiempo, por desgracia, hay muchas Misas en las que no se ve nada de hermandad. No se pone nada en común. No es un banquete.

Se parece a un restaurante para turistas extranjeros. Nadie se entiende con nadie porque cada uno habla un idioma distinto. Cada uno come en mesa aparte y comidas distintas, según el gusto de cada uno. No hay nada en común.                                                           JOSE LUIS CARAVIAS en «Vivir como hermanos»