Sobre la eucaristía.
Está claro que la misa es el sacrificio de Cristo. El sacrificio de Cristo es también el sacrificio de la Iglesia. Pero ¿en qué sentido? ¿Qué relación existe entre la Eucaristía y la vida?
Cuando uno se hace estos interrogantes y contempla las grandes masas de cristianos en las misas del domingo, preocupados mucho más en cumplir un precepto de la Iglesia que en vivir el dinamismo vital de lo instituido por Cristo, no acierta a comprender por qué solapadas razones de falsa prudencia, de orden desordenado, de espiritualidad materialista, la misa no llega a ser en las comunidades cristianas una celebración del amor. No se puede comprender por qué en su celebración ya no lleva toda la violencia dramática de proclamar la muerte del Señor en la carne viva del comportamiento de los fieles.
Una honda reflexión evangélica fuerza a decir que las cosas no pueden ya seguir así; que estamos ante una de las desviaciones de más trascendencia pastoral en la Iglesia, y de consecuencias que pueden ser mayores que las que han podido provocar errores citados en el elenco de las grandes herejías de la historia.
Si en la Iglesia lo más importante es Cristo, y en Cristo lo más trascendental es su sacrificio, nosotros no podemos falsificar este gesto que es la fuente y cima de la vida cristiana. Este acto no es una invención o una propiedad arbitraria en la Iglesia. Es creación y propiedad del Señor. Y la misa es, y ha de ser, el momento más importante y crítico en el que la comunidad cristiana y expresa y vive públicamente su fe. La razón de su asamblea no puede ser otra que “proclamar la muerte del Señor”.
Hubo en los años pasados un fuerte movimiento de renovación litúrgica que culminó teóricamente en la proclamación de la constitución sobre la Sagrada Liturgia en el Vaticano II. Ha habido una indudable revisión de ritos y fórmulas, de gestos y expresiones en las celebraciones sacramentales. Pero hay que confesar que esta renovación ha quedado congelada cuando ha querido rebasar el mundo de los ritos para expresarse en la vida. Más: se ha perdido ya una etapa de esperanza muy amplia y valiosa en las posibilidades renovadoras de la liturgia. El movimiento litúrgico se ha estancado en una fase de fuerte decepción. Y lo que es peor: se está generalizado un amplio sentimiento de desprecio hacia el mundo sacramental al que se le ha opuesto, como la opción ideal de actitudes cristianas, el deseo y necesidad de “la misión”, del compromiso liberador en un mundo oprimido y sufriente. Todo esto es muy grave. Si la liturgia no reforma a la Iglesia es que la Iglesia celebra, pero no vive, la liturgia. Se ha hecho todo en la teoría de los principios, de las encíclicas, decretos y constituciones. Pero faltan comunidades vivas que inicien en la experiencia de una vivencia comprometida. Frente a una gigantesca pléyade de rúbricas y de ritos, la comunidad cristiana tiene el derecho inabdicable de hacer expresa y directamente de la fracción del pan la expresión testimonial de “una sola alma y un solo corazón”. La misa no puede dejar de ser la celebración del amor de cada comunidad cristiana, y una celebración emplazada en lo concreto de las necesidades de la fe y de la existencia temporal. Si solo, o preferentemente, se dan disposiciones sobre ritos, y no se educa profusamente en el contenido original de la misa, que es el don de sí de Cristo y de las Iglesias en el contraste de las grandes necesidades de nuestro ambiente, se puede incurrir en el grave peligro de deformar el contenido objetivo de la misa y consagrar una falsa experiencia religiosa por la excusa de salvar las simples formas o los meros ritos.
Nuestro actual momento está conociendo muchas celebraciones de la misa que no sólo no son sacrificio, don de sí, sino verdaderas alienaciones de la fe, espantosas manipulaciones al servicio de sórdidos intereses de personas, de grupos o de ideologías que nada tienen que ver con la fe y, y que incluso se oponen a ella. Hay incontables ocasiones en que la misa no es sino un número de fiesta, simple ornato arcaico o folklórico, que no puede faltar en el programa de festejos. O también, simple celebración social de un acontecimiento que humano. O una celebración intencionalmente politizada, al servicio de una persona, de un grupo, de una ideología y con independencia, y aun oposición, a un verdadero compromiso de fraternidad o de reconciliación.
Es necesario y urgente el que las comunidades cristianas aprendan a hacer de la misa un signo de amor, en la misma línea y sentido que el sacrificio de Jesús: don de sí, perdón, reconciliación. Así lo entendió la primitiva Iglesia ya en tiempos de la predicación apostólica..
La cena de Jesús, y consiguientemente la misa, es la celebración de la nueva y eterna Alianza. Basta abrir cualquier página de la Biblia para ver el puesto que la solidaridad fraterna con el prójimo ocupa en la vivencia de la nueva Alianza. La intercomunicación, a todos los niveles, con el prójimo, es la expresión de nuestra comunión con Dios. “Tener la vida” equivale a “amar a los hermanos”. Tal es el trasfondo de todo el Nuevo Testamento.
Martínez García, Francisco; La Misa, compromiso de la comunidad cristiana.